Rozaban las tres de la tarde, el sol apretaba fuerte pero al ser principios de abril, calentaba seductor emborrachando la aún más tras el cristal.
La masa de edificios se fue disipando dando paso al despejado campo salpicado de encinas, regado de flores amarillas entre praderas de rojas amapolas en su esplendor primaveral.
El tren se paró en la primera estación, bien sabido es que el expreso para en todas partes.
La conocía bien, imposible contabilizar las horas que había pasado por allí jugando; era la del pueblo que la vio crecer hasta los catorce años. Le gustaba sentarse a ver pasar los trenes pensando dónde irían, hoy se sentaba en él.
Sonó el silbato, con un dulce tironcito el tren agitó su cuerpo reanudando la marcha con su canción.
En el andén unos críos agitaban sus manos entre grandes sonrisas diciendo adiós. Décimas de segundo le llevo agitar la suya propia como tantas veces había hecho siendo niña igualmente entusiasmada, aunque hoy, lo estaba mucho más, les deseo suerte a ellos y a ella misma también, ahora sí, decía adiós.
Continuó bebiendo su camino ensimismada, una parada aquí, otra más allá, árboles, colinas, pueblos, ciudades y otra parada más, pasaron las horas sin aburrir nada.

¡Monzón - Río Cinca! ( Lérida)
Su parada.
Por primera vez llegaba allí. Le habían contado que frente a la estación salía el Autocar de línea hacia Barbastro a las ocho de la tarde. También debía haber allí un bar que abre muy temprano y da un chocolate con churros de no perdérselo que no probaría, rozaban las siete y veinte, justo a tiempo de coger el transporte, a las nueve mas menos llegaría a Barbastro; aún tendría tiempo de buscar al contacto que le dejaría una habitación para descansar y seguir viaje a la mañana siguiente. A la una y media salía el autocar hacia Benasque, en las entrañas del valle de Arán a los pies de Cerler, el pueblo más alto del pirineo Aragonés. Allí vivía Adalberto, el Patués, que la estaba esperando .Estarían juntos por lo menos hasta el final de la temporada de esquí que ya estaba cerca.
No hacía ni tres días se despedía de él, se habían hecho buenos amigos aquella Semana Santa. Arinai le ayudó con el bar y él le había ofrecido trabajo hasta final de la temporada, las cinco mil del viaje las había ganado allí.
Cogió sus bártulos y abrió la puerta del vagón, el pelo se le alborotó de inmediato, su inmensa maleta seguía allí.
Aún no paraba, ni se veía la estación, la valla no tenía fin. Cesó el movimiento y el silencio llegó, pero no había andén.
Desconcertada, se preguntó:
-¿último vagón?... ¡claro! la estación es tan pequeña que no cabe todo el tren en el andén, arrancará y volverá a parar. Se confió.
Si, finalmente arrancó y si, si. Volvió a parar, pero seguía sin haber andén.
Retiró la maleta y se asomó colgándose de la barra amiga, ahora si veía el andén, como tres vagones más allá.
-Tenía razón, el anden, demasiado chico para tantos vagones.
-Volverá a parar.
De nuevo arrancada y esperando parada otra vez, el aumento de la velocidad la saco de su error y la zambulló en la incomprensión mientras la estación, la valla, los letreros y Monzón del Río quedaba atrás.
¡No podía ser! el futuro, tal como ella lo había imaginado se esfumó.
Con los cuartos justos en el bolsillo, gastos extra estaban prohibidos.
Volvió a entrar en el vagón y lo cruzó con decisión. Puerta, plataforma, puerta y un nuevo vagón, sorprendentemente vacío también y otro más.
Más allá encontró gente y dio con el revisor.
Era un hombre de cierta edad, enfundado en un impecable uniforme con gorra a juego, negro con remates y botones dorados, impresionaba. La miró por encima de sus diminutas gafas que soportaba con la punta de la nariz mientras ella le espetaba:
-¡mi vagón no ha parado en el andén!, ¡no me he podido bajar!
-¿en que vagón viajabas? Preguntó sin inmutarse.
-En el último, contesto más tranquila y sorprendida, ante la pasividad del revisor.
-¿has leído el cartel? dijo mientras señalaba en su dirección.
(Monzón -Río cinca para apearse hasta vagón seis).
Cómo podía no haberlo leído. Se disculpo con el revisor.
Aquel parecía no desconcertarle la situación, le cogió el billete de las manos, lo volteo y escribió unas líneas.
-Bájate en la próxima estación y espera el próximo expreso de vuelta.
-Enséñale el billete, no tendrás que pagar.
-¿No sabrá usted a que hora pasa?
-A la una cuarenta
-Eran las ocho de la tarde aún tenía que llegar ahí, esperar y volver – pensó.
-Gracias por su ayuda.
No podía creerlo, pero así fue.
Apagada fue a recoger su maleta y se buscó un sitio donde debía, no tentaría más al diablo.
Al las dos cuarenta y cinco de la madrugada hacía su entrada en la estación de Monzón del Río el expreso Barcelona-Madrid y desde el primerito de los vagones por fin se apeaba en su destino.
Escasas personas bajaron de él, rápidamente sonó el silbato, el tren se marchó con su canción y antes que dejara de oírse, la estación quedaba vacía.
Sólo escuchó el batir de puertas tras la salida del interventor que también marchaba.
-Perdone, ¿la cantina?
-Hija, la cantina abre a las seis de la mañana, a estas horas sólo estoy despierto yo, el próximo tren pasa a las cuatro de la madrugada y voy a casa a dormir un rato.
-Puedes esperar en sala de espera es la entrada de la estación.
Hacia allí se dirigió, abrió la puerta y vio la sala. No más de veinte metros cuadrados, banco a izquierda y derecha enfrentados, la puerta de salida frente a ella entre los mismos.
Dejo su pesada maleta al lado del banco y salió a mirar el mundo exterior.
Unas escaleritas la separaban de la calle. Una solitaria farola iluminaba la oscuridad y dejaba ver en la acera de en frente, la cantina.
En su escaparate se podia leer en letras blancas y bien grandes:
Hay churros.
Una leve sonrisa la ilumino el rostro:
-¡desayunaré churros! se dijo y una sonrisa grande lo acompaño.
Volvió a la estación, se sentó en el banco y pensó en dormir, el día había sido más que largo y estaba rendida.
Se saco el cinturón del pantalón y ensarto en él maleta, bolso, bolsa y bolsita volviéndolo a fijar a la trabilla de su pantalón.
-El que me quiera robar tendrá que despertarme antes, pensó.
Y quedo profundamente dormida.
Batir de puertas la despertó. Empezaba a llegar gente. Miró el reloj.
Las tres cincuenta y cinco.
Sin tiempo a despabilarse, llego el tren de las cuatro, parada, silbato y canción, rápidamente la estación volvió a quedar en silencio.
Se estaba acomodando para seguir durmiendo pero la paz se desvaneció y escucho canturrear a voz en grito de forma alarmante.
De un salto quiso ponerse en pie pero el peso de su pertenecencias la frustro despertándola del todo y obligándola a desatarse primero. Se asomó precavidamente a la puerta escudriñando todo el andén.
Al fondo del mismo una aparición. Alguien se aproximaba, cubierto por un largo abrigo del que asomaba una cabeza enorme llena de pelos revueltos que la intimidaron, más todavía el bailecito que exhibía.
Asustada volvió a su sitio, cogió bártulos y maleta, salió a la calle, bajo junto a la farola y se paró, sin saber a dónde ir.
Un indigente, pensó.
Encima parece que viene agustito y sintió miedo.
Deseaba que aquel ser no saliera por la puerta, pero lo hizo.
Apresurada, volvió a entra en la estación.
Al rato él volvió a entrar y ella a salir.
Finalmente quedo sentada bajo la farola sobre su maleta, el relente de la madrugada la atrapaba cuando la puerta de la estación se volvió a abrir.
-¿No estarás huyendo de mí? La espetó el indigente.
-¿Me tienes miedo?
-No supo que contestar.
-El se acerco risueño.
-No tengas miedo, que no te hago nada, anda pasa que te estas pelando de frío.
Su voz ya no parecía tan estridente como cuando cantaba y verle una sonrisa bajo la mata de pelos cardada, entre eternas barbas, le hacía más humano y la tranquilizo, le terminó de convencer el frío y prefirió arriesgarse a pasar dentro.
Así, uno frente el otro quedaron callados.
Ahora ya le veía los ojos, marrones oscuros, muy oscuros entre los pelos y la suciedad de la poca tez despejada que podía verse. La inmensidad de sus greñas llenas de motas y ciscos le parecían piojos y pulgas saltando de un lado a otro.
No tardó el indigente en romper el silencio, con una carcajada.
-Es la segunda vez que estoy aquí esta tarde, se reía.
-Me he equivocado y he cogido el tren en dirección contraria a la que iba, ja, ja.
No lo podía creer, no era la única panoli que daba vueltas de aquí para allá, sin mucho sentido. Se solidarizo con él contándole su propia historia y por primera vez rieron juntos, entonces dejó de sentir miedo.
Aquel esperpéntico tipo era requete divertido y hasta le contó cosas interesantes.
Iba a visitar a su hermana que vivía en Barcelona, bueno eso le decía a la policía, le confesó.
-Ser indigente no es tan malo, dijo, llenas el estómago gratis en los comedores sociales, ducha y ropa limpia una vez a la semana y hasta viajar era gratis.
- (le sobraban facilidades, quedaba claro que al menos de un par de ellas hacía caso omiso) –pensó mientras le escuchaba, sonriéndose.
Le refirió que si uno quedaba sin dinero lejos del domicilio habitual, podía ir a la policía, la ley amparaba con un billete de tren hasta el pueblo siguiente y un bocadillo de jamón serrano. En el pueblo siguiente, repetía la operación.
El viaje era más lento, pero así se había recorrido media España.
Rieron otra vez, de parloteo en parloteo, el amanecer se fue despertando, la estación empezó a recibir nuevos pasajeros anunciando la llegada de un nuevo tren.
Este es el mío, dijo.
No se despidió, le dedicó una sonrisa y se marcho canturreando su canción con coreografía. El bailecito ahora hasta le pareció gracioso y la dejo allí sentada acompañada por su sonrisa.
Para entonces, el frío matutino apretaba a pesar de estar cobijada y no conseguía conciliar el sueño de nuevo.
Insinuante apareció un olor a rico café que la llevo hasta la puerta de salida y pudo ver a través del cristal el escaparate encendido de la cantina.
Con la toda la rapidez que le permitió su equipaje se planto en un pis-pas en la barra y pidió al camarero:
-Café con leche y churros. Por favor,
Había leído el precio; ciento veinte Pts. Y aún le quedaba para pagar los autobuses.
Era la primera en llegar.
No terminaban de servirla cuando ya entraban más clientes. El pueblo despertaba.
Cerca de ella se sentó un joven que parecía mirarla más allá del casual. Arinai era muy observadora, ya le había visto aparcando el coche delante del bar. Le llamó la atención por que le gusto su aspecto. Ahora se estaba dirigiendo a ella y preguntándole:
- ¿te puedo invitar?
Le pago su desayuno al camarero, se presentó y comenzaron a hablar.
No la importó nada que la invitara, estaba pelada, la charla tampoco, eran las seis de la mañana y su autocar no salía hasta las diez y media.
Estaba de suerte, el guapetón a su lado y los churros riquísimos, pagados.
Le empezaba a caer más que bien, disfrutaba con la charla y sentía confianza, de lo contrario no abría la boca.
Terminados el café y los churros ya conocedor de que ella tenía tiempo, se ofreció para mostrarle el hermoso castillo que engrandecía su Monzón del Río natal.
Tenía coche, lo que la sedujo sin más. No tener que cargar con el equipaje por un rato le pareció un regalo del destino.
No paraban de hablar y reír. Parecieran conocerse de toda la vida.
Así se lo dijo él al llegar al castillo después de un tranquilo y romántico paseo a la vera del río que discurría bajo él.
No sólo le dijo eso, continuó refiriéndole que la había visto cruzar la calle en la estación, que había entrado en la cantina a posta a ver si la conocía y que en aquellas tres horas que llevaban juntos se había enamorado como nunca antes.
Mientras lo confesaba la abrazaba por la espalda susurrándole al oído. Contemplaban el paisaje, a ella su calor la estremecía.
La agarró con sus robustos brazos girándola hacia si, ella le dejó hacer y cuando la tuvo de frente se fundieron en un largo beso, jugoso, dulcísimo, fresco como la mañana y apasionado como el momento.
Se regalaron sonrisas y miradas cómplices y se abandonaron a los dulces besas hasta que el tiempo hizo su entrada y volvieron a la realidad, su autobús salía en breve.
-No te vayas, quédate conmigo, le rogó él.
La tentación la atrapaba, los besos la había hecho sentir la dulce locura, la fantastica mañana rodeada de atenciones la seducían, pero en seguida pensó:
-¿Huyo del yugo y voy a ponerme sola los grilletes?
La asaltaron todos sus sueños de libertad, su cordura la puso en su sitio, la vida la estaba esperando y estranguló sus sentimientos, su estómago se retorció lamentándose.
De vuelta en la cantina, ya esperaban el transporte.
Un último beso y un último ruego;
-¿Te volveré a ver Arinai? ¿Dame un teléfono?
Le dijo mientras le rogaba desesperado clavando su mirada vidriosa en la suya.
Ella le dedico la mejor sonrisa que su estómago le permitió, le agradeció la deliciosa mañana y le beso por última vez.
No dejaron de mirarse hasta que el girar la esquina del autobús les dejó en el pasado.
Su imaginación la ayudaba en estos casos y estaba tan extasiada por lo sucedido que cuando quiso darse cuenta estaba llegando a Barbastro y aunque tuvo que esperar una hora hasta la salida del siguiente autocar hacia Benasque, en el pirineo Aragonés, su borrachera de amor la llevo sin percatarse hasta que hizo su entrada en las montañas.
Por segundos crecieron a su alrededor, silenciosas y eternas se fueron cubriendo de nieves terminando por resplandecer cegadoras bajo los rayos del sol.
La hermosura de sus rincones a cada kilómetro la extasiaban más y más a pesar de que no era la primera vez que los contemplaba.
Fue así con el corazón lleno de amor, en sus pupilas clavada la hermosura y en su alma la alegría que llego a destino: “Bienvenidos a Benasque”.
Su nueva vida la miraba de frente.
Quero máis viaxes!
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